El hijo de Beatriz Roncancio tuvo un crecimiento igual al de sus dos hermanos mayores hasta el año y medio de edad. En ese momento aparecieron en él actitudes que para su madre fueron diferentes: parecía no escuchar, por ejemplo, y hacía movimientos repetitivos como pasar hojas de libros y revistas. Con el tiempo también dejó de pronunciar las palabras que había aprendido.
Comenzó entonces para Beatriz y su familia un largo caminar por pediatras, neurólogos, siquiatras y valoraciones en diferentes instituciones, hasta que finalmente, cuando él ya tenía tres años, le diagnosticaron que su hijo era autista.
En un principio creyó que sería pasajero, pero con el paso del tiempo entendió que el autismo es una condición, un trastorno del desarrollo en el que están comprometidas la comunicación, las relaciones con los demás, con las situaciones y con los objetos, y en un 70 por ciento de los casos también su desarrollo cognitivo.
Comenzaron entonces las decisiones de Beatriz para ayudar a su hijo. Sacarlo de instituciones para niños con dificultades, buscar centros regulares, conseguir un jardín infantil que lo aceptara luego de una penosa búsqueda y, finalmente, un gran logro: verlo graduarse de allí con toga y birrete cuando él no soportaba una gorra ni ropa pesada, por su extrema sensibilidad.
Ella y su familia aprendieron a darle rutinas y organización, porque para él son difíciles los cambios abruptos en su día a día. Ahora que él ya tiene 14 años, ella le anticipa lo que va a suceder: que el jueves comerán en un restaurante, que el
viernes saldrán de de viaje y regresarán el domingo.
Sabe que su hijo no logra comprender las expresiones, no entiende cuando alguien muestra en su cara rabia, alegría o dolor, y con un terapeuta procuran enseñarle. De ser un niño que no socializaba, ahora lo hace con ciertas personas y su comunicación no es del todo funcional. Nunca más volvió a hablar, pero a veces escribe.
Todos los días, su padre lo asiste en el baño, verifica que se jabone, que se seque y luego lo acompaña a pie hasta el colegio en el que trabajan por la inclusión, atienden niños con dificultades y le enseñan de acuerdo con sus posibilidades. Lleva una lonchera especial porque después de realizarle exámenes en Alemania concluyeron que no tolera el gluten ni la caseína. Comparte con niños de su edad, pero académicamente está en cursos inferiores. Durante las horas que está en el centro educativo, lo acompaña una terapeuta especial contratada por sus padres.
Beatriz señala que aunque para su hijo son muy difíciles las tareas diarias, pueden entrar al servidor de la empresa y hacerle los cambios
que se necesitan.
En las tardes, tres veces por semana, el muchacho recibe terapia de fonoaudiología, también va a fisioterapista y otra persona le ayuda en la cotidianidad para salir a la calle o acompañarlo a la tienda. En este momento, por ejemplo, le están enseñando a manejar la plata. La familia sabe que él puede tomar un Transmilenio, si es el caso, y sabrá dónde bajarse, porque tiene buena memoria, pero aún no está en capacidad de pagar el pasaje.
A veces, cuando se frustra, se muerde y se jala cueritos de las uñas. Beatriz dice que ella y su familia son afortunadas porque han podido darle a su hijo lo que ha necesitado. Por eso creó la Liga Colombiana de Autismo, con la que busca ayudar a los niños autistas con menos recursos, ofrecerles diagnósticos oportunos y mostrarles las opciones de ayuda. Y, sobre todo, defender sus derechos a la educación y a la salud.
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