Por JULIETA ROFFO
La ley 24.901 establece los derechos que las personas con discapacidad deben tener garantizados. Sin embargo, a veces hay trabas en las obras sociales o demoras en las escuelas.
Se calcula que cinco de cada 10 mil personas presentan los síntomas del “autismo clásico”, teniendo en cuenta que los síntomas de los Trastornos del Espectro Autista (TEA) son resultado de alteraciones del desarrollo de distintas funciones del sistema nervioso central. Según cifras difundidas por la Asociación Argentina de Padres Autistas (APAdeA), considerando en cuenta todo el espectro del síndrome, éste afecta a una de cada entre 700 y 1.000 personas, en las que hay cuatro hombres por cada mujer afectada y en la que no hay diferencias proporcionales según la clase socioeconómica que se estudie.¿Cuál es la situación que enfrentan, esos pacientes y sus familias, a la hora de tener acceso a la salud y a la educación? La ley 24.901, sancionada en 1997, establece el “sistema de prestaciones básicas en habilitación y rehabilitación integral a favor de las personas con discapacidad”. Es esa la ley que abarca a los pacientes con algún TEA, y según detalla el abogado Horacio Joffre Galibert, Presidente Honorario de APAdeA, esa reglamentación implica que los pacientes deben tener acceso a prestaciones preventivas, de rehabilitación, terapéuticas educativas y educativas en general –lo que comprende su escolaridad y su formación laboral- así como el apoyo psicológico para el grupo familiar, la atención psiquiátrica que sea necesaria y el transporte especial, si fuera necesario, además de la gratuidad, a través del Certificado Único de Discapacidad, del transporte público.
Sin embargo, como los síntomas vinculados al autismo surgen con el desarrollo de los chicos –en su comportamiento, en el lenguaje que van expresando-, muchas veces aparecen inconvenientes a la hora de hacer efectivos estos diagnósticos y sus consiguientes coberturas. Verónica Capurro, del área de Relaciones Institucionales de APAdeA, explica que en las obras sociales y, aunque en menor medida, en las medicinas prepagas, surgen trabas “burocráticas”: “Son tratamientos en general onerosos; el acompañamiento de un equipo terapéutico, con un coordinador y dos terapeutas que van a la casa del chico de dos a cinco veces por semana, algunas horas por día, puede costar, como algo standard, unos 10 mil pesos al mes”, sostiene Capurro.
“Muchas veces se hace necesario volver a las obras sociales, hacer reclamos, hacer efectivos los derechos que la ley ampara”, explica Capurro, que agrega que “cada obra social es un mundo, como cada caso es un mundo”. Para contener estas situaciones, APAdeA brinda asesoramiento legal gratuito: en esta oficina, priman las consultas por prestaciones que las obras sociales se niegan o demoran en cumplir. Pero también hay conflictos en la escolaridad: los chicos alcanzados por la ley 24.901 tienen garantizada la educación gratuita, en escuelas convencionales y en los establecimientos de educación especial, según convenga en cada caso. Además, tienen derecho a una “maestra integradora”, que funciona como acompañante en el aula.
“Las escuelas –destacará que las públicas por sobre las de gestión privada- no están tan preparadas para estos casos, hay mucha resistencia. Puede que haya cuarenta chicos en un aula, o que no se otorguen vacantes; las consultas más frecuentes tienen que ver con eso”, detalla Capurro. “En muchos casos, los alumnos con TEA están ocupando un espacio dentro del aula, porque no todos los docentes y directores están comprometidos con su escolarización; argumentan que no se capacitaron para eso, que en todo caso tendrían que haber estudiado educación especial, por eso la concientización para la inclusión será un proceso largo”, reflexiona Capurro.
Desde el ministerio de Educación porteño, la subsecretaria de Gestión Educativa y Coordinación Pedagógica, Ana Ravaglia, sostiene que las políticas aplicadas “son inclusivas, ya que se presta atención a lo que cada chico tiene, y no a lo que le falta”. Un gabinete interdisciplinario, conformado por psicólogos, psicopedagogos, fonoaudiólogos y asistentes sociales, entre otros profesionales, analiza el caso de cada alumno que presenta alguna discapacidad para ver si acudirá a un aula convencional o a una institución de educación especial. Según Ravaglia, dependiendo de cuándo los padres se acerquen al ministerio para dar curso a su solicitud –sin importar si la institución será de gestión pública o privada- ese proceso puede demorar “según cada caso, tres meses o más”. Esa demora, argumenta la funcionaria, es la que “puede despertar ansiedad y angustia en los padres de esos chicos”.
A pesar de la ley obliga tanto al Estado como a entidades como las obras sociales a ponerse a disposición de estas familias, muchas veces la burocracia se interpone en el tratamiento de estos pacientes, y sus padres tienen que depositar parte de su energía en combatir esos obstáculos.
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