Alfredo tiene diez años. Quiere ser arquitecto. Es hábil con los juegos de composición de formas y los puzles, pero tiene dificultades de socialización, de lenguaje y de aprendizaje de las materias escolares. Su lenguaje es escaso, infantil. Su familia siempre sospechó que algo no iba bien.
No empezó a dar sus primeros pasos hasta que tuvo 18 meses, pero hasta el año pasado sus padres no recibieron el diagnóstico de Trastorno Generalizado del Desarrollo, el TGD no especificado incluido dentro del espectro autista. Puede que Alfredo sea el número uno en el cálculo de estructuras, si en ello pone su interés, pero sus problemas de comunicación y sociabilización complican la consecución de su ilusión porque no sabe hacer amigos.
Su madre, Elena, tiene que escuchar que sus compañeros de clase le digan a la salida del colegio que el niño no ha parado de hacer tonterías en el aula. Fue en Pamplona donde, hace un año, le pusieron un nombre a sus síntomas. Desde entonces acude habitualmente a los talleres de apoyo de la asociación Autismo León, que durante la pasada semana celebró las jornadas de sensibilización de un trastorno del neurodesarrollo.
El autismo afecta a uno de cada 150 niños y niñas en edad escolar. Ana López, la presidenta de la asociación Autismo León, sospecha que en los colegios leoneses ordinarios acuden un centenar de menores con este trastorno sin el diagnóstico adecuado y sin que la educación pública esté preparada para asumir el apoyo que estas personas necesitan. «Los niños autistas necesitan que se les anticipe lo que van a hacer. Desde la asociación realizamos trabajos de coordinación con los colegios, pero los profesores ya están saturados con las materias ordinarias y apenas tienen tiempo para dedicar a los niños autistas».
Para evitar este vacío en la asistencia, Autismo León va a lanzar una campaña para dar formación específica a los profesores en los centros en los que se escolarice un niño autista. La asociación gestiona un centro concertado, autorizado por la Junta de Castilla y León, al que asisten diez menores que reciben una educación y tratamientos específicos.
Rutina. Los niños con Trastorno del Espectro Autista, TEA, reaccionan con rabietas a los imprevistos, y tienen una sensibilidad especial al tacto, por eso la mayoría no soporta que se les toque. También muestran adversión por algunos colores y texturas. Estos síntomas dificultan la vida familiar.
Lidia Sierra es madre de Jesús, de 7 años. Tras un complejo proceso diagnóstico recibió el nombre a sus síntomas: «A los tres meses era un niño muy tranquilo, no fijaba la mirada y no se sentó hasta los 13 meses». Desde entonces no puede haber imprevistos en su vida. «Es muy difícil anticiparlo todo», explica. «Jesús tiene una rutina diaria que no se puede cambiar, con un orden específico invariable y siempre atendido por la misma persona en cada uno de sus quehaceres».
Se levanta a las ocho de la mañana, desayuna la misma leche en la misma taza de plástico de Pocoyó, que siempre tiene una cuchara dentro en la misma posición. Come la misma marca de galletas cada día, con la misma forma, y el paquete siempre tiene que estar lleno más de la mitad. Su madre le cambia hasta trece veces de calcetines cuando lo viste para ir al colegio, hasta que da con el par que le gusta, «porque dice que le pica». Por eso compra varios pares de todo, de zapatos, de calcetines, de pijamas, todos iguales. «Es hipersensible y si no le gusta intenta quitárselo y se hace daño». Su umbral sensorial es diferente, pero tiene mucha tolerancia al dolor. Jesús lo toca todo antes de comérselo.
La textura y el color son fundamentales en su vida, «por eso tenemos tantos problemas en los comedores escolares, como no utilizan los pictogramas no sabemos si comen o no comen. Muchos niños autistas tienen problemas de nutrición».
Timidez. Cristina Castro achacaba a la timidez los síntomas de su hijo Ares. «A los 2 años no quería ir al parque y no era capaz de contestar ‘si o no’ a lo que le preguntábamos. «Vive en un mundo que no entiende y si le quitas la anticipación, explicarle cada cosa que va a hacer, coge rabietas, se asusta». Todo lo que aprenden lo hacen automáticamente por lo que hay que recordárselo constantemente.
Por eso, Isabel, madre de una niña de diez años que se llama María, se sintió culpable de los síntomas de su hija hasta que el año pasado recibió el diagnóstico. «Me decían que lo que le pasaba a mi hija se debía a que era una consentida y lo hacía para llamar la atención».
Esta anticipación dificulta la asistencia sanitaria, «en las consultas hay mucho ruido, hay mucha gente, que les roza, es horrible para ellos. No podemos estar dos horas esperando, se ponen muy nerviosos». Las visitas al médico son constantes porque el trastorno lleva asociado problemas de salud. Por eso las familias piden un protocolo de actuación sanitaria.
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