20 de abril de 2013

Argentina: "Mi hijo es autista, pero el dolor dejó lugar a la esperanza"

Por Carla Negre Mamá de Agustín Cerdan, 6 Años, Diagnosticado Con Autismo.

El aislamiento como síntoma. A los tres años, Agustín no hablaba. Un neurólogo se dio cuenta del problema apenas lo vio. Su mamá cuenta cómo el miedo a que lo discriminaran la llevó a sobreprotegerlo hasta entender que ambos necesitaban espacios de libertad.
En la cancha. El fútbol es un espacio que sirve como vínculo entre padre y hijo. Cuando se descubrió el problema, se vivió un momento difícil. Ahora el nene dice: “Papá, vení; papá, juguemos”.
Sebastián, mi marido, fue el primero en darse cuenta. A Agustín le pasaba algo y no sabíamos de qué podía tratarse. En ese período lo vieron varios pediatras y no notaron nada especial. Era un chico sano, los estudios daban bien, me decían apenas, en tono paternal, no te preocupes mamá, ya va a hablar. Lo cierto es que Agus tenía ya tres años y no decía una sola palabra. Ni siquiera un balbuceo. No miraba a las personas cuando le preguntaban algo. Tenía y aún tiene miedo a los ruidos y al fuego. Estaba como perdido o aturdido. A mí no me llamaba tanto la atención lo que ocurría. Recordé que mi papá no habló hasta los cuatro años. Pensé, sobre esa base, que era algo normal y que, como decían los pediatras, ya se le iba a pasar.

Sin embargo Sebastián insistía en que algo no estaba bien y lo llevé a una fonoaudióloga quien después de un mes de tratamiento me dijo que lo de Agustín parecía ser algo serio. La mujer me recomendó que lo llevara a un neurólogo. El médico, con solo mirarlo, me dio su diagnóstico sin dudarlo. Agustín padecía de algo conocido actualmente como Trastorno Generalizado del Desarrollo (TGD), o, para simplificarlo más, autismo. Le pedí explicaciones, casi le rogué que me definiera esa enfermedad para poder entenderla y actuar en consecuencia. El doctor me dijo que la ciencia no se pone de acuerdo en torno a definiciones precisas. Lo principal, me dijo, es la evidencia expresada en aislamiento, la dificultad para expresarse con palabras, el miedo como un estado casi permanente, la sensibilidad extrema. Pero además, agregó, ningún autista es igual a otro.

Son todos casos particulares y así deben ser tratados.

Me alcanzó conocer el síntoma para encerrarme con mi hijo durante meses. Fue la forma inicial que encontré para protegerlo. Éramos dos personas que vivíamos simbióticamente. Fue mi manera de no aceptar la enfermedad de Agustín. Dejé de pintar, algo que hacía desde chica. Dejé todo en realidad. Era como si me hubiera bajado del mundo por un tiempo. Justificaciones no me faltaban. Cada vez que quería salir con Agustín al mundo exterior encontraba trabas, negaciones, discriminación. Tenía miedo de que mi hijo sintiera, como yo lo sentía, el inexplicable rechazo de la sociedad. Quizás mi actitud fue extrema. Admito que no estuvo bien. Pero lo cierto es que armé un micromundo para los dos en el cuarto más resguardado de la casa. Hasta que finalmente entendí que necesitaba ayuda.

El neurólogo me dijo que muchos chicos nacen con esta dificultad y que poco se sabe sobre ella. ¿Es algo genético? ¿Es de orden psicológico? ¿Tiene que ver con la historia familiar? Me dijeron que otros la padecen debido a algún susto o tensión especial que hayan vivido luego del nacimiento. También podría originarse en alguna situación que haya vivido la madre durante el embarazo. No sé. Cuando se escuchan esas cosas uno empieza a rebobinar como queriendo saber qué pudo haber pasado exactamente. Solo recuerdo que mi embarazo fue tranquilo, sin problemas. Después la cosa fue distinta. Mi hijo tenía ataques de epilepsia –algo que a veces, no en todos los casos, suele ir de la mano con el autismo– y yo no sabía cómo reaccionar.

Para mí el primer paso fue aceptar la enfermedad. Lo segundo fue actuar. ¿Qué hay que hacer?, pregunté a los que saben. Y seguí todas las indicaciones. Luego del diagnóstico le hicimos a Agustín un estudio de sueño. Esperaron a que él se durmiera y le pusieron cables por todos partes: en la cabeza, la frente, los pómulos, el pecho. Así estuvo durante toda una noche hasta las siete de la mañana para observar las señales que emite la mente. Después me contaron que en la parte de atrás del c erebro de Agustín aparecieron algunas neuronas muertas. Quién sabe. Fue el comienzo de una búsqueda interminable. Agus empezó a tomar un antipsicótico muy conocido en el ambiente, algo que lo ayudó a calmar la ansiedad y evitar en lo posible uno brotes epilépticos que ahora se dan cada vez más espaciados.

Después de una larga recorrida di con un grupo de profesionales, unas chicas geniales, para tratar a Agustín. El equipo está conformado por una psicopedagoga, una psicóloga y una psicomotricista. Todas las semanas vienen a casa y trabajan dos o tres horas con mi hijo.
Ellas fueron las que me dijeron que lo del encierro no iba más. Fue casi una orden. Me explicaron que estaba bárbaro que me dedicara a él, pero que si quería ayudarlo tenía que hacer mi vida también. Así fue que retomé actividades como jugar al fútbol, en fin, hacer algo por mí para no perderme y poder ayudar mejor a mi hijo.

Después vinieron problemas como obtener el certificado de discapacidad, tarea que me llevo cinco largos meses. Los extensos y agotadores trámites en la obra social y lo más complicado, anotar a Agus en un jardín. No fue fácil. Pese a que existe desde hace dos años una ley de integración, nadie lo aceptaba. Y para discriminar cualquier argumento era válido. Algunos directamente le negaron el acceso. Otros fueron más sinceros y me dijeron que no contaban con personal adecuado, que no sabían manejar niños con este tipo de dificultad.

Cuando fui al colegio que, según la página del gobierno de la Ciudad era el que le corresponde a Agustín por lugar de vivienda me dijeron que ellos no integraban chicos. Luego fue mi mamá y le dijeron que sí podían aceptarlo pero que tenía que esperar varios meses y llenar no sé cuántos formularios. Finalmente cuando parecía que todo se encaminaba me informaron que el acompañante terapéutico (maestra integradora) la solicitaban ellos al Gobierno, y solo concurría 2 veces a la semana.

¿Qué niño va al colegio solo dos veces por semana?

Al final no resolvieron nada. Mi mamá, que es muy católica, recorrió once colegios católicos, de más de la mitad no tuvimos respuesta, del resto, quede asombrada por la cantidad de niños con discapacidad que había en ellos.

Después de una larga indagación encontré un jardín en un barrio cercano donde lo aceptaron. Lo primero que hice fue explicarles cuál era el problema de Agustín. Les aclaré que por consejo médico Agustín necesitaba apenas dos horas diarias de clase y que iba a asistir con una maestra integradora, coordinado por la jefe del grupo terapéutico. Mis explicaciones ayudaron a que la cosa empezara a funcionar. Les dije que ante cualquier circunstancia la que interviene siempre es la maestra integradora. De ninguna manera yo iba a dejarles a Agustín y decirles que se arreglen. Les llevé todo un equipo de profesionales. En ningún momento les pedí que supieran cómo manejarlo. Lo único que necesitaba y necesita mi hijo es contención y afecto y que lo acepten tal cual es.

En los primeros tiempos Agustín, al no hablar y no saber expresar de otro modo lo que quería, se ponía muy nervioso. Podía pegar, arañar o morder, incluso lastimarse el mismo.
Hemos tenido arañones y mordidas de Agustín porque él quería contarnos algo y no podía. No había manera de interpretar lo que nos estaba diciendo. Creo que eso es lo más feo del mundo. No poder comunicarte con tu hijo es horrible. Pero peor ha sido la discriminación de que fue objeto.

En una ocasión Agus se puso a jugar con una nena en el patio del jardín como lo hacen todos los chicos. De pronto vino el papá de la nena, la agarró de los brazos y se la llevó. Lo miré y le dije ¿pasó algo? Él me respondió diciendo mi nena no se junta con tu hijo. A modo de contraataque le expliqué sin perder la calma que Agustín no padece nada contagioso. Que la nena no corría peligro. Me dio tanta bronca que no sabía que decirle al hombre. No me esperaba semejante respuesta de parte de un padre. Se me cayeron las lágrimas… pero no insistí. Agarré a mi hijo y me lo llevé lejos.

Los chicos autistas como mi hijo repiten mucho lo que se les dice. Si le pregunto ¿querés Coca?, él repite ¿querés Coca? Es una manera de relacionarse pero no vinculada al objeto, a esta acción se la denomina ecolalia. Antes yo no entendía lo que pasaba. A hora puedo interpretarlo.

Cuando responde bien lo animo y le digo ¡bravo, Agustín! Él siente la emoción de haber avanzado. Es puro corazón. Los chicos con autismo tienen un grado de inteligencia y sensibilidad muy amplio. Agus ha podido armar un rompecabezas más rápido y mejor que un niño sin dificultades. Una vez, cansado de que le dijeran que armara un rompecabezas, le dio vuelta a las piezas y lo armó boca abajo.

Y lo hizo sin mirar.

En el largo plazo me dijeron que él podría estudiar en niveles más avanzados. Pero sus tiempos son otros. Eso lo tengo claro.

Es difícil aceptar la dificultad de un hijo. A veces me sirve conocer informaciones y experiencias de otros en el portal de la Asociación de Padres de Autistas www.apadeacentral.com.ar . Pero si a mí me costó, al papá le costó más todavía. Al principio mi marido no tenía trato con Agustín. Evitaba cualquier contacto con él. Como hoy en día Agustín puede expresarse de otra manera, puede decirle papá, vení, papá, juguemos, entonces mi marido se da cuenta de que el nene lo necesita y que lo quiere. Eso lo estimula.

Es un pedido mutuo de necesidad y afecto.

De más está decir que la enfermedad de Agustín trajo dificultades imaginables en la pareja. La realidad es que le di el cien por ciento de mi atención a la mejora de mi hijo a tal punto de descuidar mi matrimonio. A veces Sebastián me recriminaba porque no le prestaba atención como hombre, aunque siempre estuvo conmigo. La verdad es que por un tiempo me olvidé de todo, hasta de darle un beso a mi marido cuando volvía del trabajo. También me descuidé yo. Pero hoy en día, ya después de 2 años de tratamiento, mi vida y la de Agustín cambiaron drásticamente.

Ambos aprendimos a estar separados, a extrañarnos y mostrarnos felices al reencuentro de su jardín o mi trabajo. Me gusta mucho jugar al fútbol. Tengo un grupo de compañeras con quienes hicimos un equipo y jugamos a un ritmo semanal. Esa es mi distracción. Y con Sebastián tratamos de encontrar algún tiempo para nosotros. Al principio, cuando salía, Agustín se ponía frente a la ventana y lloraba. Ya no.

No sé cómo evolucionará el autismo.

No me animo a responder a esa pregunta. Es muy probable que mi hijo tenga una mejora importante. Hoy Agus dice palabras e incluso frases completas. Por eso estoy tan contenta. Él puede reconocer, algo que antes era imposible, a cada miembro de la familia. Al papá, a la mamá, a la tía… Puede desarrollar amistades con otros niños. Le cuesta.
Pero puede y eso es casi una bendición para mí.

Todas las mamás, también las abuelas, cuando le toman cierta dedicación al niño pueden interpretarlo todo. Si estoy en una reunión entiendo, con solo mirarle la cara, si está contento, si está triste, si quiere ir al baño, si quiere comer o tiene sed, una palabra demasiado abstracta que le costó entender. Es como aprender un idioma nuevo y empezar a hablarlo con fluidez. Un idioma. El idioma de Agustín.


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