3 de agosto de 2011

La educación de los hermanos de niños con autismo


Una de las cuestiones más complejas con las que nos enfrentamos los padres, a la hora de educar a nuestros hijos, es decidir por qué proyecto pedagógico o por qué línea educacional decantarnos. Las decisiones de cada cual responden tanto a las diferentes formas de socialización, como a la reflexión que se haga. Cuando es cosa de dos, la cosa se complica. Como en ese chiste de las tiras de Mafalda, en que la niña les pregunta a sus padres: “¿Ustedes dos, tienen nuestra educación planificada o la van improvisando nomás?”, a lo que los padres con estupor contestan simultáneamente lo contrario de lo que el otro contesta, mientras se miran desconcertados.

Así, en la vida real los padres nos encontramos a menudo con ese conflicto. Cuáles son las prioridades, cómo debemos armonizar dos puntos de vista no siempre iguales, cuál es el punto de encuentro, qué debemos aceptar de nuestra propia experiencia como niños o qué debemos rechazar. Decidir esas cosas no deja de ser vital para educar a los hijos con cierta coherencia, pues lo que parece obvio es que cualquier niño requiere de esa coherencia para crecer en un ambiente predecible, coherente y sano. Pero… ¿es eso tan sencillo?

La cosa se complica aun más cuando los padres deben educar a más de un niño, pues la sorpresa es que no hay dos niños iguales y nunca responden de la misma forma a los métodos que ya funcionaban con éxito en casos anteriores. Imagínense entonces qué ocurre cuando uno de los hermanos requiere de métodos educativos algo peculiares. Métodos educativos que no se pueden haber aprendido ni de la propia experiencia, ni de la reflexión durante el embarazo, ni de la lectura de los libros de preparación para ser padres perfectos de niños programables para responder con exactitud a cada una de las opciones.

Yo siempre pienso que a la inmensa mayoría de los padres de niños con autismo nadie nos preparó para criarlos ni nos advirtió de que algo así fuera posible. De ahí la frustración de que no funcionara lo que creíamos aprendido. Ni lo pudimos aprehender basándonos en nuestra infancia y en la experiencia –o los errores– de nuestros progenitores, ni lo pudimos aprender jugando con las muñecas de Famosa, ni observando a los parientes, vecinos y allegados con sus retoños. Hemos tenido que aprenderlo, tras superar esa profunda frustración, a base de lecturas, de entrenamiento, de errores, de paciencia, de compartir experiencias y de muchísima creatividad. Si a casi todos los padres les sale de forma natural poner una voz determinada, cantar los cinco lobitos o hace el cucutrás con sus retoños, a los padres de niños con autismo no nos salió natural tomar un lápiz y un cuaderno ante situaciones cotidianas, hablar con signos o confeccionar tablas de premios -en forma de dulce o patata frita- por cualquier cosita que nuestro hijo debería hacer o aprender de forma espontánea o natural.

En el caso de que un niño con autismo tenga hermanos neurotípicos, la situación puede mostrar claras divergencias en el trato que se les da a los hijos. Entonces, la pregunta que los padres deberíamos hacernos es: cómo armonizar más de una línea educativa sin que nuestros hijos crezcan con la sensación de no tener adónde agarrarse. No es una pregunta banal, porque la convivencia familiar está llena de pequeños detalles en los que hay que actuar de una forma determinada. Como ejemplo personal, yo nunca pensé que fuera a educar a mis hijos usando recompensas. Yo pensaba, aun sin hijos a mi alrededor, que los niños deben aprender cuáles son sus deberes y cuáles son sus obligaciones sin someterlos a chantajes de ningún tipo, ni a condicionantes materiales. Lo habré defendido en más de una sobremesa, totalmente convencida de mi sabiduría, aunque no tuviera todavía hijos. Lo sigo pensando de forma teórica y general, pero ¿qué hacer cuando mi hijo con autismo necesita de esos condicionantes para aprender, porque mi sonrisa no le basta? ¿Y qué hacer si a él le ofrezco un pedacito de chocolate tras uno de sus avances, mientras que a mi hija se lo niego por el mismo éxito? La cuestión es cómo explicar esa diferencia, injusta obviamente a sus ojos de niña; o cómo integrar esas cosas en nuestra vida, sin traicionar así a algunos de mis principios como madre. ¿Darle a ella a veces ese chocolate, pero no como recompensa? ¿No dárselo a él cuando ella está presente? ¿Reducir los condicionantes de mi hijo y premiarlos de otra forma, afectivamente, festivamente, a los dos?

Para intentar contestar a estas preguntas, primero hay que diferenciar entre dos tipos de familia. Porque cuando se tiene más de un hijo, y uno de ellos tiene autismo, pueden pasar dos cosas: que el primer hijo sea el que tiene autismo, o que el hijo sin autismo haya sido el primero. Vayamos por pasos.

Si el primer hijo tiene autismo, y los padres se han puesto manos a la obra, el segundo hijo llega a un hogar donde los pictogramas, las historias sociales y las recompensas están a la orden del día. El segundo hijo simplemente aprende a vivir así, y si acaso son los padres los que deben volver a practicar una forma de comunicación más relajada y natural, y sorprenderse gratamente de que no requiera de esas recompensas para tantas cosas. Cuando mi hija pequeña nació, alguien me hizo notar que yo le hablaba como a mi hijo mayor, es decir, como si ella tuviera autismo: con gestos exagerados, con una entonación teatral, con apoyos visuales. Mi experiencia como madre era ésa, pensé, y además también pensé que esa forma de comunicación tan exitosa con mi hijo mayor, no podría ser perjudicial con mi hija. No creo que lo haya sido. Sin embargo, en otras cuestiones como los premios, como los límites, sí que se impone cierto conflicto. Mantener dos líneas de educación puede resultar muchas veces algo estresante, y sobre todo frustrante para todos.

En mi caso me he decantado, en primer lugar, por relajar de alguna forma mis convicciones. En segundo lugar, intento llevar a cabo esas dos líneas, pero no de forma paralela, sino intentando unirlas en algún momento. Es decir que, en el caso de mi hijo con autismo, no baso toda su educación en un sistema de recompensas, sino que lo he ido limitando a algunos objetivos concretos, como el hecho de dejar los pañales o permitir que le cortaran las uñas de los pies. Y a mi hija sin autismo, por otra parte, sí le caen ciertos premios también en ocasiones especiales para ella, que probablemente en otro contexto no requerirían ninguna recompensa y que, sin mi experiencia como madre de esta familia, me haría llevarme las manos a la cabeza. De forma optimista, mi objetivo es que algún día ninguno de los dos espere ni necesite recompensas materiales para aprender ni para comportarse de una forma adecuada. Pero voy hacia ello con calma.

Me pregunto también qué ocurre si el primer hijo no tiene autismo, y los padres ya creen haber encontrado el método educacional más apropiado. En ese caso, imagino que puede ser más difícil integrar al niño mayor en todos esos cambios que se producen en la dinámica de la familia. Pues para él o ella, eso aparece como una gran injusticia. Si antes íbamos -se preguntará el crío- a cualquier fiesta multitudinaria, ¿por qué ahora no podemos ir más? Si antes decidíamos espontáneamente irnos al cine, al circo, a la playa, ¿por qué ahora debemos vivir con una agenda férrea que dicta nuestra vida? A los celos normales de los hijos, a la competitividad que hay siempre entre hermanos, se suma la desorientación de tener que cambiar la propia vida, la dinámica familiar, por el nuevo miembro de la familia, quien, además, no siempre es el compañero de juegos con el que el crío habrá soñado.

No tengo respuestas para todo esto, por supuesto, apenas son reflexiones sobre los problemas y conflictos que pueden surgir en familias, cuando uno de los hijos tiene autismo. Por mi experiencia, y observando a otras familias, sí tengo algunas sugerencias que en nuestro caso funcionan. En primer lugar se trata de algo que puede ayudar a coordinar esas líneas diferentes que se deben llevar. En una familia todos los miembros deberían saber que son parte de un equipo, y que se deben ir ayudando, apoyando y esperando a los demás, cuando sea necesario. Ahora bien, esa convivencia también puede crear frustración y rencor en algunos de sus miembros, sobre todo en aquellos que por su edad y falta de madurez no entienden a qué se deben los cambios, las diferencias, las atenciones no siempre equilibradas. Por eso, cada uno de nosotros debe tener sus espacios de libertad, y en la familia en su conjunto se debe dar cabida a constelaciones dinámicas y cambiantes. Constelaciones donde se combine uno de los padres con uno de los hijos, para poder mantener la agenda familiar sin perder ni la espontaneidad ni la multitudinaria socialización, también necesaria para algunos. Combinar el sentimiento de cohesión necesario, sin perder la libertad de cada cual, porque en esos espacios es cuando el niño sin autismo se puede sentir el protagonista, y recibir la atención de los adultos sin roces con los límites que se imponen en conjunto. Esto es una carrera de fondo, aunque pueda mejorar en mayor o menos medida. Bajo la premisa de potenciar constelaciones dentro de la familia, sería importante planificar –sí, planificar- la rutina semanal, las vacaciones, los días libres, la vida familiar. Probablemente se trate de un punto de partida para no perder la energía de todos los que están en el mismo barco. Y también para permitir que los hermanos de niños con autismo puedan desarrollarse y sentirse el centro de atención a ratos, cosa que necesitan, como cualquiera.

La segunda sugerencia tiene que ver con eso. Si entre todos los hermanos se da rivalidad, competencia, celos y envidias, en el caso de las familias con un hijo con autismo la cosa puede complicarse e írsenos de las manos. Todos esos sentimientos existen, obviamente, pero de alguna forma se pueden manifestar de forma desconcertante. Como ejemplo, a mi hija le fascinaba también poner las cosas en fila, y se concentraba para que le quedasen tan bien como a su hermano, al que admiraba por esa agilidad envidiable, y se frustraba terriblemente si no lo lograba. Ofrecerle al niño neurotípico la sensación de ser tan especial como el otro –porque además lo es-, y que merece una atención individual en ciertos momentos, puede facilitar las cosas. No deberíamos olvidar que su papel en la familia tampoco es fácil. Sin querer, les obligamos a aceptar ya algunas responsabilidades que no son comprensibles para su edad. Sin poderlo evitar, les exigimos un comportamiento en algunos casos demasiado maduro. Mi hija sabe desde que es demasiado pequeñita que debe ceder si quiere ahorrarse problemas, y que su hermano acostumbra a recibir primero nuestra atención en sus necesidades, y que ella debe esperar pacientemente. Mi esperanza es que ella viva su infancia sin demasiado estrés, con la seguridad de ser amada y aceptada de forma incondicional, y con la convicción de ser única e irrepetible. Aunque a veces deba ceder yo en algunas de mis convicciones pedagógicas, tomadas desde la inexperiencia absoluta cuando no tenía aun hijos, no pierdo de vista que educarlos a los dos es una tarea larga. Y, sobre todo, me recuerdo algo que aprendí gracias a mi hijo: que es mejor la perseverancia a la prisa, la constancia a la urgencia. A mi hija todo esto le sirve por igual, y creo que sale ganando.

Estas sugerencias no son una promesa de felicidad familiar, sólo son reflexiones de una madre que va aprendiendo qué hacer y cómo hacerlo, y a ratos se equivoca. Como diría Mafalda, los hijos son como los conejillos de indias. Una nunca está del todo preparada a priori, no existe un entrenamiento ideal. Pero no por eso una debe dejar de hacerse la pregunta de cómo lograr que sus hijos, siendo parte del mismo equipo, puedan recibir la educación, la atención y el amor necesarios, sin caer en detrimento de ninguno de ellos.



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