15 de octubre de 2011

Argentina: Madres especiales A puro amor, luchan día a día para mejorar la vida de sus hijos

Tienen chicos con alguna discapacidad, pero se arman de fuerza para criarlos. Se informan, buscan respuestas, tratamientos y jamás bajan los brazos. Acá, tres historias para compartir en su día.

Por Mariana Iglesias

Escuchar que un hijo no está bien es una bomba que atraviesa el ser. Es un antes y un después. Es la vida partida en dos. Ya nada será igual. Los valores, los proyectos, los sueños. La noticia aturde, enloquece, enferma. Sólo una madre intuye cómo salir de ese dolor para reinventarse como otra madre, mucho más fuerte y sabia. Una madre que será esencial para amar a ese hijo que volverá a ser parte de su cuerpo. Y que se multiplicará para sostener a sus otros hijos. Y acaso también a su pareja. ¿Mártires? En absoluto.

Según la última Encuesta Nacional de Personas con Discapacidad, hay 513.000 chicos con alguna discapacidad. Es decir, hay más de medio millón de madres especiales. Madres que se tragan sus frustraciones y enfrentan estoicas miradas de rechazo o piedad. Madres que no paran hasta encontrar el mejor tratamiento, el mejor especialista. Madres que hacen magia con el tiempo para ocuparse de todo. Madres que de tanto indagar se vuelven expertas. Madres instintivamente empáticas que miran profundo y festejan cada logro como una conquista.

“Son situaciones tristes que las mujeres saben sobrellevar. Son madres que deben lidiar con la frustración cotidiana, que se sienten tironeadas por el trabajo y sus otras ocupaciones y que no pueden pensar en ellas. Así que deben controlar el fastidio, el cansancio y el malhumor”, dice Raquel Rascovsky, de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). Su colega, Graciela Faiman, dice más: “Tener un hijo enfermo es una conmoción familiar, pero que las mamás saben superar. Se entregan a esos hijos y ellos les devuelven todo el amor. Son hijos muy cariñosos y grandes compañeros”.

Juani la miraba a Mariana y le regalaba sus sonrisas divinas, que intercalaba con una retahila interminable de “mami”, “mami”, “mami”. Pero un día incierto, cercano al primer año, Juani “se tildó”, como elige decir Mariana. Los ruidos empezaron a molestarle, no soportaba estar con gente. Y lo peor: no enfocó más su mirada y dejó de decir mamá. “Se volvió un chico histérico, confundido, antisocial. No pudo ir al jardín, no se quedaba, no aguantaba a los otros nenes”, cuenta Mariana Cacciatori (38, abogada, administradora de edificios). “TGD”, dijo el neurólogo.

Nada sabía ella del Trastorno Generalizado del Desarrollo. Estudios más profundos hablaron de autismo. “Es raro escuchar el diagnóstico. Por un lado ya lo sabés, por otro no, y te toca el ego. Te alegrás que no sea algo peor, cada uno reacciona como puede. A mí me quedó claro que tenía que buscar ayuda para sostener a mi hijo y a toda la familia”.

Mariana admite que va al psiquiatra, que toma antidepresivos y que una vez la internaron porque le bajaron las defensas. “Era una angustia permanente. Estaba con él y eran horas de silencio. Derramé muchas lágrimas. Me frustraba diciéndole cosas y él ni me miraba”. Mariana habla en pasado porque cuenta que desde que forma parte de la Asociación Argentina de Padres de Autistas (Apadea), todo cambió.

Los apoyaron, los orientaron. Juani hace terapia ocupacional, musicoterapia y va al Jardín Nuevo Siglo con una maestra integradora. “Volvió a decir mamá. Juani volvió a la vida”, cuenta esta mujer de ojos enrojecidos. Y habla de Joaquín, su hijo más grande. Al principio fue duro. “Mami, me dijiste que iba a tener un hermanito para jugar y Juani no juega conmigo”, reclamaba. De a poco Joaquín fue comprendiendo, como todos. “Es un ser muy especial, tiene 6 años pero parece de 15, es un apoyo enorme”, cuenta Mariana. “Dicen que Juani tiene buen pronóstico. No sé qué significa. Es un signo de interrogación constante. Me alcanza con que sea feliz”.

“Todos tememos lo desconocido”, sentencia Verónica Capurro, psicóloga, 42 años. Ella ya tenía a Mateo, de 3 años, cuando se desencadenó el parto de Bruno a los seis meses de gestación. Pesaba un kilo. La internación fue eterna, y ella pasaba sus ratos al lado de la cunita, sacándose leche. Un análisis genético dijo que Bruno tenía Sindrome de Down. A los dos kilos llegó el alta, pero con el sanatorio en casa porque el bebé no coordinaba respiración y deglución.

Tan dedicada estaba Verónica a ese bebé que Mateo, el mayor, vivía enfermo para llamar su atención. “Me cayeron todas las fichas. Yo trabajaba en una multinacional, hacía un posgrado, con él fui una madre ausente. Ahora puedo decirlo: Bruno me dio la posibilidad de ser mamá y recuperar a Mateo. Hoy es natural para mi ser mamá. Los disfruto muchísimo. Dejé de lado mi intelectualidad y con ellos mi conexión es física. Ahora soy mucho más cariñosa y humana”.

Adriana Maenza (57) le abre la puerta a Pachu, que vuelve del Centro de Parálisis Cerebral (CPC) al que va desde hace 18 años, desde que tenía 4. La saca de su silla y la acomoda junto a ella en el sillón. La abraza, la besa, la acaricia, le hace preguntas, le sonríe, la calma, la peina. Pachu se entrega al amor y sonríe. “Hola”, “Hola”, “Hola”, le dice cada tanto a esa mamá que no deja de mirarla nunca. Pachu tiene una gemela, Celeste, y dos hermanos mayores: Sebastían (31) y Lucas (26).

Adriana es una mamá experimentada que ya corrió demasiado. “Somos una familia muy unida y Pachu siempre estuvo al lado nuestro, haciendo lo mismo que hacíamos todos. Es duro, pero es nuestra realidad”. El diagnóstico. Pasar del cochecito de bebé a la silla de ruedas, las miradas en la calle. “Es mucho peso, todo se dificulta. Y siempre tenés que tener todo planeado por si vos no estás, siempre tiene que haber alguien que te cubra la espalda. Yo trato de no pedir socorro, porque siento que todo lo puedo”.

Medio millón de hijos especiales. Medio millón de madres muy especiales.




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